Millones de Pelayos os esperan.
Sí, por ahora tranquilos y silenciosos, pero llegará un momento en el que alzaremos la voz.
El espíritu de Don Pelayo sigue vivo en los españoles de bien, la diginidad para defender lo patrio permanece oculta en nuestros corazones.
Los acontecimientos acaecidos en Italia, y los cercanos en el recuerdo de El Ejido, se repetirán en el tiempo, no lo dudéis.
Las amenazas de Al Qaeda, y la actitud de nuestros visitantes (excepciones honrosas al margen) parecen pasar desapercibidas en el espíritu de los españoles de a pie.
Pero ojo, os estamos vigilando.
Don Pelayo, el primer paladín de la Reconquista
Caudillo. Se erigió como el líder de la resistencia cántabra contra los musulmanes (s. VIII). Aceleró la cristianización de los astures y desde Cangas de Onís sentó las bases de una paulatina reunificación.
POR JUAN ANTONIO CEBRIÁN
Durante 780 años, los cristianos de la península Ibérica litigaron militar y religiosamente con los invasores musulmanes. Casi ocho siglos de matanzas, vicisitudes y convivencia en los que siempre se recordó la descollante actuación de un hombre, quien elevado a la categoría de paradigma, insufló moral y determinación a los que finalmente consumaron una de las gestas más épicas del medievo europeo.
El iniciador de la Reconquista nació en Cosgaya, un lugar ubicado en las montañas cántabro-asturianas. Hijo de Favila y primo del rey Rodrigo, se convirtió en jefe de su guardia personal. Luchó con bravura en Guadalete y escapó a Toledo, donde se mantuvo un tiempo hasta la llegada de los musulmanes. De la vieja capital visigoda salió con sus hombres escoltando a Urbano, arzobispo de Toledo, quien custodiaba las sagradas reliquias cristianas, además de otros tesoros eclesiásticos.
En 716, los musulmanes establecidos débilmente por el norte peninsular chocaron con los intereses de los pobladores autóctonos. El árabe Munuza se instaló en Gijón como valí, o gobernador provincial del emirato cordobés, cometiendo el grave error de pretender a la hermana del noble Pelayo; acaso en el afán de estrechar lazos de amistad con los desconfiados astures. Empero, el ambicioso mahometano se topó con el rechazo del visigodo, y a fin de quitarse el problema de encima, envió a éste como rehén a Córdoba para conseguir el pago de impuestos. Un año más tarde de su llegada a la flamante capital andalusí, el rebelde astur consiguió burlar a sus captores huyendo en un viaje lleno de peripecias y avatares que le condujo a su tierra natal.
Su entrada en el territorio asturiano coincidió con una reunión de lugareños celebrada en Cangas de Onís para debatir asuntos de importancia. En esos meses la gente andaba alborotada por la excesiva presencia de musulmanes en la zona. Pelayo se dirigió a ellos animándoles a la sublevación mientras invocaba a los ancestros y a sus sentimientos de vida en libertad sin sometimiento a ningún yugo extranjero. Paradójicamente, aquél que representaba al antiguo invasor godo, se convirtió en el líder de unos rudos montañeses deseosos de combatir cualquier signo autoritario ajeno. La facción insurgente comenzó a ser famosa en los contornos negándose a pagar tributo para luego protagonizar algunas escaramuzas militares.
Se baraja el 718 como año en el que se decide por aclamación el caudillaje de Don Pelayo. Algunos historiadores apuntan que, posiblemente, fue proclamado rey. Otros más conservadores piensan que sólo fue elegido líder guerrero de los resistentes. En todo caso, se produjo una unión popular dispuesta a presentar combate a la fuerza ocupante. Su número era apenas representativo, ya que no superaba unos pocos cientos de combatientes aptos para enfrentarse a una columna militar punitiva encabezada por Alqama, un lúcido militar experimentado en la guerra y dispuesto a complacer las necesidades del emir cordobés. Desde el sur llegaron unos 20.000 hombres a todo punto suficientes para aplastar los gritos de aquellos 300 asnos salvajes, como les denominaron los cronistas árabes.
En las estribaciones del gran macizo de los Picos de Europa se encontraba el monte Auseva, y en él una oquedad denominada por las crónicas la Cova Dominica, futura Covadonga, sitio ideal donde se ocultaron buena parte de los rebeldes astures. Don Pelayo dispersó a dos tercios de su hueste por las laderas, riscos y acantilados cercanos a su guarida, mientras que con otros 105 soldados se parapetaba en la propia cueva, o en un fortín situado unos metros más arriba, a la espera de los musulmanes. Cuenta la leyenda que a Don Pelayo se le abrieron los cielos mostrando el antiguo pendón bermejo de los godos, un estandarte perdido en la batalla de Guadalete. Tras la visión tomó dos palos de roble y los unió formando una cruz que enarboló en la posterior refriega resuelta en triunfo. La victoria para los norteños fue total siendo engordada durante siglos por los cronistas cristianos. En cambio, para los árabes la escaramuza de Covadonga resultó insignificante. En todo caso, las noticias del desastre llegaron a Gijón, donde se encontraba el desolado Munuza. Éste decidió abandonar la ciudad dirigiendo sus tropas bereberes hacia León. Sin embargo, el contingente fue interceptado por los cristianos, los cuales diezmaron al enemigo matando a muchos, incluido el propio Munuza.
Don Pelayo, crecido por la reciente victoria, bajó a Cangas de Onís para recibir los vítores de sus paisanos. En poco tiempo vio orgulloso cómo miles de voluntarios se sumaban a su ejército, gentes de toda condición llegadas de Galicia, Cantabria, Vizcaya…
Con 8.000 infantes y 150 caballos, salió de Cangas dispuesto a tomar León, empresa que hoy en día es difícil precisar si se consiguió o no. Más bien parece que ese mérito debemos atribuírselo a Don Alfonso, yerno de Don Pelayo, hijo del duque Don Pedro de Cantabria y futuro rey de Asturias. El bravo héroe de los cristianos dedicó el resto de su mandato a organizar el incipiente reino. Durante años consolidó las fronteras de Asturias desde su capital, Cangas de Onís. Posteriormente, se casó con Gaudiosa y tuvo dos hijos: Ermesinda y Favila. Éste último le sucedió a su muerte, acaecida en 737. El primer adalid de la Reconquista española fue enterrado junto a su mujer en la iglesia de Santa Eulalia de Abamia, próxima a Covadonga, aunque más tarde sus restos reposarían en la propia cueva que le vio nacer como mito.
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