Memoria histórica.





D. José, el párroco, regresó a casa antes que de costumbre; el ambiente estaba demasiado enrarecido en el pueblo. Recogió sus cosas de la sacristía y se prometió a sí mismo visitar las cuevas de San Blas al día siguiente bien temprano. Aún quedaba harina para repartir entre siete u ocho familias.








Desde la lejanía escuchó la voz de sus vecinos que, sentados en la calle dicharacheramente, compartían como cada noche las aventuras y desventuras del quehacer diario.







D. José se unió a la tertulia, pronto se convirtió en el centro de atención, aunque un certero golpe en la sién lo devolvió a la realidad y consiguió derribarlo de la silla; arrastrado por los brazos fue invitado a dar un "paseillo" por dos viejos conocidos, "el herrero" y su hermano "el colorao". Sangrando, y desde la distancia, se dirigió a sus convecinos que lloraban mientras eran retenidos por la fuerza: "VECINOS, NOS VEMOS EN LA ETERNIDAD".







D. Manuel, también sacerdote, recibió la trágica noticia de la desaparición de su hermano unas horas después. Pronto se trasladó a su pueblo natal, y pese a sus tremendos esfuerzos, sólo recibió macabras sonrisas cuando preguntaba sobre su paradero.







Su vida se convirtió en un "calvario"; entre marraneras, tejados y armarios pasó los siguientes meses de su existencia. Salvó la vida gracias al buen corazón de sus vecinos, aquellos mismos que no pudieron hacer nada por la de D. José.







D. Antonio, el pequeño de "los Mesas", era un delgaducho maestro que apenas tenía para comer. Vivía en la capital, y convirtió su casa en pensión altruista de todo "amigo" del pueblo que, bien por motivos de salud, o bien por papeleos varios, se veía obligado a trasladarse.







Enterado de los tristes acontecimientos en la Villa, regresó a casa y entregó su vida a la lucha contra la injusticia. Recibió un balazo en la cabeza mientras llevaba comida a los "fascistas" detenidos en la nueva prisión del pueblo, la antigua parroquia de su hermano.

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